"(...) Hasta que todo volvía a comenzar. Los vértigos, el vacío. Ethel permanecía tumbada en la cama, sin desnudarse, sin haber cenado, con los ojos abiertos, mirando el rectángulo de la ventana donde la luz del cielo dibujaba las cuadrículas del cristal. No sentía auténtica tristeza, pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas y mojaban la almohada, como un vaso que se desborda. Se dormía pensando que el agujero que la traspasaba se reabsorbería al día siguiente, pero al despertar comprobaba que los bordes de la herida seguían igual de abiertos.
Lo más extraño era que podía vivir con eso. Podía ir, venir, hacer cosas, ir a clase de piano, verse con amigas, tomar el té en la casa de sus tías, coser a máquina el vestido azul para el baile de fin de año en la Politécnica, hablar, hablar, comer un poco menos, beber alcohol a escondidas (una botella de whisky Knockando en una caja de madera cerrada con tiras de cuero, regalo secreto de Laurent), podía leer los periódicos e interesarse por la política, escuchar los discursos del canciller alemán en el Buckerberg, para la Fiesta de la cosecha, su voz que vibraba en los agudos, iracunda, patética, ridícula, peligrosa, que decía: "¡La libertad ha convertido Alemania en un hermoso jardín!".
Pero eso no colmaba el vacío, no cerraba los labios de la llaga, no llenaba el ser con la sustancia que se había vaciado, año tras año, y que se había desvanecido en el aire.
Justine había intentado ayudarla. Una noche entró en la habitación y se sentó al borde de la cama. No había hecho eso en muchos años. Desde la infancia de Ethel, tras la violentas peleas con Alexandre, cuando se hablaban con dureza, con maldad, sin insultos, pero él con ira y ella con sarcasmo, y sus palabras eran menos crueles e hirientes que si se hubiesen dado puñetazos, que se si se hubiesen arrojado platos y libros, como hacían otros matrimonios. Ethel permanecía paralizada en su sillón, con el corazón latiéndole violentamente y temblándose las manos. No podía decir nada, sólo en una o dos ocasiones había gritado: "¡Basta!". Y Justine entró en su habitación, se sentó en la cama, como aquella noche, sin decir nada, tal vez lloró en la oscuridad. Ahora todo eso se había acabado, habían dejado de pelarse, pero el vacío se había hecho mayor, habían abierto entre ellos un abismo que ya nada podría llenar. (...) Había que abandonar la infancia, hacerse adulta. Comenzar a vivir. ¿Todo eso para qué? Para no tener ya que fingir. Para ser alguien. Para convertirse en alguien. Para endurecerse, para olvidar"
Que buen trabajo Caro, me dieron ganas de experimentar el encierro de la musica del hambre. Se asemeja a nuestros encierros actuales.
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